A las siete y cuarto de la mañana, Marcelo Llanos seguía sobre el
suelo con la boca hundida en el albero, las manchas en sus pantalones
eran una muestra fiel de la incontinencia que le producía su agonía. Se
giró con un mortal esfuerzo y sufrió el repentino encuentro con la luz
solar… al poco la vio… suspendida sobre las nubes, allí estaba Beatriz,
sentada, agitando graciosa su brazo y sonriendo como habituaba.
En
un doloroso espasmo se retuerce de nuevo su vientre desahogándole del
todo y una placentera tranquilidad le induce un profundo sueño, ligero y
corto, muy corto. Despierta. Sobre las nubes ya no ve a Beatriz. Una
bandada de migratorias pasa sobre su cabeza dibujando en sombras su
itinerario, le parece verla entre ellas, sí, es ella, volando con el
resto, le mira y le saluda mientras se aleja en una uve perfecta…
Juan,
tan cortés como rígido le invita a pasar a la sala no sin antes
sugerirle que elimine de sus zapatos los restos de albero, Marcelo
atiende a su petición casi obediente, es un viejo amigo y le conoce, el
tono que utilizó fue más severo que una petición de las que normalmente
se hacían entre compadres en aquellas tierras… algo pasa, lo intuye.
En
la sala, Agustín Justo, de pie junto al reloj le mira distraídamente
cuando entra e inclina su cabeza como saludo evitado. En el sofá de
madera, cándida y embriagadora, como siempre, la sonrisa de Beatriz le
produce una honda quemazón en el vientre… siempre ocurría lo mismo, en
su presencia se detenía el tiempo y por más que fueron muchas las veces
que pidió su mano a su viejo amigo Agustín, a esas alturas ya sabía que
no habría de tenerla más que como aquel escozor tan urgente que detenía
el mismísimo girar de la Tierra en su presencia. Ella le mira a los ojos
con una desconocida ternura, casi se le antoja melancólica. En el
éxtasis que le produce la presencia de Beatriz a sus pesados años de
soledad impuesta, le parece escuchar a Juan preguntar si quiere limonada
y asiente con la cabeza. Percibe cierta tensión en el ambiente, miradas
de Agustín que le aguijonean como tácitas acusaciones ¿será acaso de
que se ha percatado de cómo está sintiendo a su hija? Indiscreto, por
debajo del faldón de la niña, asoma el filo de una enagua, Marcelo,
perdido en la promesa de aquel encaje no se percata de cómo Agustín se
dirige enfurecido hacia ella, de un seco tirón rompe la magia. La fuerza
del ganadero ha impulsado a Beatriz hacia adelante, tiene que sujetarse
a la mesita de mármol para no caer al suelo. Definitivamente el aire es
tenso, las miradas vuelven a cruzarse. Juan y la limonada tardan en
llegar, las palabras también. Sigue obnubilándolo todo aquella sonrisa
de la niña.
Marcelo ya no ve las nubes, ni
el sol, ni a los pájaros, ni a Beatriz. El frío recorre tímidamente su
frente pero la boca en su costado sigue ardiendo como en el momento en
que se abrió, sabe que va a morir en breve, intenta comprender por qué,
si al menos valió la pena… eso parece.
La limonada
fresca relaja un poco la tensión entre los cuatro de aquella sala y la
garganta seca y acalorada de Marcelo agradece el líquido. Agustín ha
empezado a decir algunas palabras mientras Marcelo sólo sigue buscando
algún rastro de las enaguas, soñándolas… a su edad y de aquella manera
enamorado, le hace hasta gracia. Las palabras de Agustín han alcanzado
un alto tono y ahora en su ensoñación entre las piernas de Beatriz oye
algo acerca de la hombría, de la vergüenza, algo sobre mancillar algo,
intenta prestar atención a su compadre que parece realmente enfadado y
se acerca a él rápidamente con el brazo en alto. Juan sujeta la
extremidad de Agustín y Beatriz grita sin sonrisa. No hay sonrisa. No
hay enagua. De nuevo Agustín se le acerca, como la más brava de sus
reses, no hay tiempo para el recorte, no hay esquivo posible, junto con
el empujón de Agustín algo helado le traspasa como fuego por el costado
izquierdo. Beatriz grita ahora más fuerte. Tras la arremetida Marcelo
sigue de pie, está junto a la puerta de entrada, como cuando llegó vivo
esa mañana, ahora, muerto, ve en los ojos de Agustín un transparentar
rojizo, la sangre. Una nueva arremetida del bravo desplaza el cadáver
que permanecía de pie hacia el exterior y en este último ataque lo deja
caer bruscamente sobre el albero. Marcelo puede oír en la lejanía los
gritos de Beatriz, un llanto seco y nervioso, Juan también dice algo a
gritos. Al cabo de dos minutos ve pasar a su viejo amigo y ahora
verdugo, arrastrando a lo que más amaba de la mano, mientras Beatriz lo
mira y suplica, Marcelo nunca vio esas lágrimas, no las hubiera
consentido… al viejo Agustín le puede la juventud de su hija y no puede
impedir que ésta se suelte de mano. Se acerca a Marcelo, se agacha junto
a él y toca su frente, intenta sonreír. Marcelo mira a la niña, ya nada
le duele, le ha tocado, ya no duele nada sólo porque por primera vez ha
sentido su tacto. Agustín vuelve por ella y la arrastra de nuevo
alejándola del cadáver, mientras Juan mira desde la puerta, le observa
unos instantes para luego darse la vuelta y entrar de nuevo al caserío.
Está
atardeciendo y ya no queda más sangre por derramar, siete horas de
agonía parecieron suficientes, Marcelo, acabado, aún no comprende.
Agustín con un cuchillo, Beatriz tocando su frente, Juan con la limonada
en la mano y aquella arena picándole en la boca… sigue pensando con lo
poco que queda. A su izquierda oye el crujir de un cerrojo y tras él la
voz de Juan
-Mi querido amigo, cómo hacer para que me perdones,
para que comprendas de lo que he hecho, Beatriz es tan bonita, tan
bonita… cómo evitarlo entonces cuando se acercó a mi… cómo lo hubieras
hecho tú; un desliz imperdonable compadre y estaba dispuesto a
confesarlo todo, quería ser responsable pero Agustín da tanto miedo… y
Beatriz habló primero de lo del bebé y entonces Agustín dijo tu nombre…
todos sabíamos de tu obsesión por ella, pacté entonces con el diablo
amigo, el mismo que parió a esta niña que no sólo ha sido tu perdición
sino la mía… a ti, al menos, te librará esta injusta muerte… Agustín me
casará con ella agradeciendo mi gesto de ofrecerme para custodiar su
honra… te lo juro Marcelo, le pondremos tu nombre… lo siento.
Sobre
el rojo de la tarde sevillana vuelve a ver a Beatriz en las nubes, de
blanco entera va vestida. Sonríe. Sobre el blanco de su vestido, en el
costado izquierdo, un hilo de sangre desciende hacia sus tobillos sobre
los que asoma una indiscreta enagua. Beatriz desciende lentamente y
Marcelo se siente subir al mismo tiempo, suspendido, sobre el porche de
la hacienda, toma la mano de la niña que sangra
-Tú no, tú estás perdonada… tocaste mi frente, valió la pena…
Sobre el rojo de la tarde sevillana, otro rojo más oscuro... un corazón que se escapa por la traición... Nitidas las imágenes que recreas en tu creación... Ole mi maestra...
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