Prosiguió con la vacía conversación que mantenía hacía unos minutos con un joven estudiante presuntuoso y estúpido, ni siquiera recordaba su nombre, debía se tan insignificante como aquel al que designaba. Esta muy cansada y le costaba centrar su atención en cuanto sucedía; canapés, copas y más copas y más canapés. Una vez más se sabía intrusa en un planeta que no era el suyo, el de los "yo soy" y "dicen de mí...", mundo de absurdos y vanidosos personajes subidos a su propia nube para evitar ver lo abajo que estaban. Abajo, arriba, caminando sobre las manos, ya nada es lo mismo.
Didi deambulaba por la sala, entre los cuadros, de un lado para otro, con pasos pequeños y temerosos, inseguros por no dirigirse hacia ningún lugar. Recorría en círculos aquel espacio que se reducía y se plegaba sobre ella... Quiso escapar, huir lejos de aquel circo y desprenderse de su disfraz de payaso, pero era difícil, imposible, las miradas... Las miradas siempre estaban allí, por todas partes, como espías depravados esperando su inútil intento de fuga y entonces, cuando al mirarla descubrieran su error, comenzaría el infierno, un millón de susurros de toda aquella insolencia; insolencia que debía ser delito y sin embargo era, por el contrario, admirada y deseada por la más baja inmundicia, esa que se llamaba gente y se daba importancia. Dio unas cuantas vueltas, miró y volvió a mirar cada uno de los rincones de la galería buscando refugio, pero en cara rincón un mirada, la mueca de una sonrisa vacía, arriba docenas de halógenas iluminando descaradas su impertinente palidez, abajo, pegados al suelo, sus pies, demasiado grandes para su talla.
Sin saber cómo, tal y como ocurrían las cosas para ella, su perspectiva había cambiado, todo parecía mayor y se volcaba sobre ella. Tembló, tembló como un bebé preso en su cuna incapaz de defenderse de los adultos que invaden su espacio sin contemplaciones.
-¿Cómo se encuentra? -preguntó alguien insignificante. Didi no respondió, no había respuesta porque realmente no sabía como se encontraba, ni siquiera sabía si se encontraba, y porque a aquella criatura hueca no le interesaba saberlo. Hubiera sido más acertado preguntarle si se encontraba y luego indagar el cómo, pero no iba a explicárselo, no lo merecía.
-Se ha desmayado ¿cómo se encuentra? -volvió a repetir el personaje. Cansada de lo que empezaba a convertirse en una letanía se decidió a responder
-Bien, tal vez tomé demasiado vino - No se le ocurrió nada mejor para responder, la respuesta no era menos estúpida que el interrogador, así que el cambio era justo. Por un instante se reprochó haber mentido, le resultaba excesivamente doloroso tener que acudir siempre a la farsa, pero cambió rápidamente de opinión, algo común en ella, la mentira era casi siempre la única salvación para las personas como Didi, demasiado transparentes. En cualquier caso la verdad no era aconsejable en tal situación, cómo decir que lo que la embriagó no fue el vino, sino el terrible hedor que todos aquellos buitres dejaban tras de sí. Cómo hubiera podido decir que la asfixiaban con tantas palabras absurdas, inútiles, consagradas únicamente a la elocuencia de los intelectuales con nombre de revista de arte : "La agonía del espíritu cromatizada y perfilada sobre tules de melancolía..." "...flujo vital entre ensoñaciones de muerte y soledades..." ¿que carajo decían?, desde luego todo aquello era para perder el sentido, era incluso para morirse. Pensó que tal vez, que así era la muerte, una gran arcada, inmensa, una arcada que en aquel momento alcanzaría a todos aquellos, un gran río de vómito que los rociaría con su propia esencia, asco. Pensó y deseó morirse.
-Didi ¿cómo estás? -preguntó Vicente, su viejo amigo del alma, de quien empezaba a dudar no que fuera viejo sino que fuera amigo, dueño de la galería y de afabilidad contratada, el único allí que parecía haber conseguido escapar de aquella moda excéntrica y depravada -No sé, algo mareada -respondió esta vez con sinceridad. Vicente la montó en un taxi que la llevaría a casa. Por fin había escapado de allí, el aire parecía recuperar cierta pureza.
El taxista le dirigió algunas frases que no escuchó bien. Cuando llegó a casa nada había cambiado, el estudio seguía tan desordenado como cuando lo dejó, se detuvo delante del mural inacabado, no podría terminarlo antes de Mayo, pensó. Se preparó una infusión de té que no tomó y se quedo fija, clavada, hierática frente el mural, en su mano una taza de té que se enfriaba lentamente y en su estómago el mismo hueco de siempre. Allí, quieta, esperaba que cesara esa sensación de no vivir su realidad, es angustiosa inquietud que la embargaba ineludible y que no permitía que fuera feliz si eso era algo dentro de lo posible. Fue una larga noche, para ella sólo segundos. El teléfono sonó varias veces inútilmente porque ella no estaba allí para contestar, estaba perdida, como siempre, en ningún lugar, allí mismo donde se ocultaban sus deseos porque Didi era sólo eso, deseo, anhelo. Deseo de llegar allí dondequiera que estuviese el "allí", para desear volver de nuevo, para desear llegar de nuevo, deseo de desear para no tener deseos. Didi solo era deseo. Y como tantas veces, de entre todos sus deseos, deseó la muerte, se preguntaba constantemente si no sería acaso como la vida, la vida vivida tal y como ella lo hacía, extraviada y presa, prisionera dentro del mármol que ella misma esculpía, inevitablemente ajustada a su forma. Tal vez no fuera como la vida, un incesante ir y venir, hacia y desde ningún lugar, sin poder detenerse nunca.... Como besar y no sentir calor pero seguir besando, besar por besar, por hacer, por no vivirse sola. Por besar. Por vivir...pero nada de eso lo entendería ninguno de esos críticos, por más que fueran los mejores, ni Vicente por más que fuera su único amigo, ni Dios por más que fuera como rayos fuera Dios. Nadie podía. Didi sólo deseaba... y lo pintaba y lo esculpía y lo grababa... luego llegaban los licenciados a explicar sus deseos, vampiros intrusistas con titulación para meterse en su alma y explicar sus deseos, titulados para medir, para tasar, para entender y poner precio. Una vez tasada su alma, llegaban los vacíos, los que no saben desear, pagando con dinero sus deseos, pagando para que ella siguiera deseando por ellos, para ellos.
¡Deseando! deseando tanto... cogió las tijeras de la mesa de trabajo, deseando con furia las dejó correr por la tela oleada, deseando frenética lo hizo una vez y otra, y otra, y otra, y otra más hasta que el acero se cansó del lienzo y abandonó la tela y resbaló por la carne...entonces el dolor la sacó de sus deseos, la devolvió a la realidad de los demás, la trajo a la vigilia del sentido común y escuchó sonar el timbre de la puerta.
-¿Dónde estabas? -Preguntó Vicente al tiempo que entraba y observaba desolado -¡Por todos los santos Didi! ¿Qué has hecho? ¿Qué te has hecho? ¡Otra vez! ¡Maldita sea, Didi! ¡Maldita seas! ¿Cuánto hace que no tomas tu medicación? ¡Respóndeme! ¡Responde, maldita sea! ¡Joder!
Vicente soltó sus hombros cuando se dio cuenta de la fuerza con la que la zarandeaba, preso de aquella impotencia de ser siempre el testigo de aquella escena, la misma historia repetida como si estuviera montado en una diabólica noria, respirando arriba, con ella, abajo siempre el mismo escenario... un lienzo destrozado, Didi temblando, sangre en el suelo, Didi llorando, una brecha en el brazo, en las piernas, en el pecho...Didi sangrando, por dentro y por fuera, siempre Didi con cara de niña, con la mirada perdida en aquel mundo que luego plasmaba como nadie...
Mientras se afanaba en curar sus heridas, entre apósitos y gasas, se preguntaba a si mismo si sería amor o hábito o tal vez alguna otra razón que se le escapaba, lo que hacía que como siempre, en aquellos momentos, se extasiara con la imagen de Didi, abrazada a él, temblando sudorosa, hermosamente desorientada, con la mirada fija en un punto más allá de cualquier objeto, traspasando con sus ojos negros el mural destrozado, las paredes, la ciudad, donde miraba Didi no había coordenadas, donde ella miraba no miraba más nadie...
Aprovechó un instante que Didi pareció volver
-Didi, querida, háblame -le dijo entonando la voz con todo el amor que sentía por ella. Didi lo miró sonriendo y temblando un poco menos.
-Deseo comer, quiero pollo y una soda. Eso es lo que deseo.
Esa forma tuya de reflejar la soledad de quien parece y no es, de quien aparenta y sigue sin ser... me engancha; tus formas me enganchan y quiero mas... Señora Escritora, continue, se lo ruega una fiel admiradora.
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