Amanece y la lluvia sigue siendo implacable. Enciende un cigarro, el
cuarto o el quinto, porque la ansiedad le aprieta en los pulmones. La
habitación, antes en penumbra, se va iluminando con el alba pero no
pierde ese olor a sexo y tabaco. Sin despegar la cabeza del cristal de
la ventana se gira un poco y mira de reojo su cama invadida a esas
horas. Vuelve a dar una calada al cigarro como si el humo pudiera
hacerla desaparecer, pero allí sigue y piensa ¿Por qué permitió que se
quedara? No era Moisés en un cesto, pero la lluvia…
No, no fue la
lluvia, ni la borrachera, fue él quien dijo “quédate”, ¿Serían los años?
sí, sí, eso era, habían hablado los años que ya pesaban, demasiados sin
solidaridad en la almohada. Que ridícula ironía se derramaba como la
lluvia sobre el cristal de la ventana, de tantas noches inquietas entre
piernas trémulas y vértigos de piel mojada, aquella había sido por
absurda la más insignificante. Demasiado ron y ella… demasiado insulsa,
demasiado pequeña, un polvo desperdiciado que ahora lo enfrentaba.
Las
manos le sudan y avisan que pronto se despertará y habrá de echarla,
con sutileza pero firme ¿por qué parece tan difícil? Ella tiene que irse
de donde nunca debió estar, sólo fueron el ron y la casualidad los que
la trajeron, pero el lunes se encontrarán de nuevo en la oficina y ha de
dejar el asunto cortésmente zanjado. Con un leve movimiento ella ladea
su cabeza sobre la almohada y extiende su brazo sobre la manta, sigue
dormida pero por poco… ¡qué diferente la ve de cuando le acerca las
carpetas a la mesa! La ansiedad le sigue arañando mientras la lluvia
inclemente golpea el cristal a compás de sus latidos, ¡qué momento
pueril pasados los cincuenta! de ridículo pasó a patético.
Mira
absorto la calle inundada con la frente apoyada en el cristal. Un tacto
tibio le roza en el hombro y después del roce un cuerpo le aprieta. No
se gira, no respira. Ella se ha despertado sin que se diera cuenta, lo
abraza por la espalda y le besa. Tras un minuto interminable, el cuerpo
desafectado se aparta de él ante su indiferencia.
-Tengo que irme –Dice ella.
-¡Quédate! –Responde un desconocido- hasta que la lluvia cese.
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